Joseph Conrad decía que con la palabra justa y el acento exacto se podía mover el mundo. Ahora sabemos que el mundo no se mueve con nada, ni con la palanca de Arquímedes. El mundo no necesita movimiento, él es el movimiento.
Pero las siete narraciones de El ángel de Nicolás demuestran que las palabras justas, el ritmo exacto, las imágenes precisas pueden recrear ese andar incesante de la naturaleza y de la historia. Una naturaleza caótica es domada por la imprescindible armonía de la música; una historia irracional es rescatada como si fuera un niño secuestrado por sus propios padres con la invencible voluntad de sus protagonistas, quienes asumen los azares del mundo hasta sus últimas consecuencias.
Verónica Murguía ha reconstruido con doble sentido magistral diferentes momentos de la historia y del mito: por un lado, su estilo es una enseñanza serena y, con todo el peso del término, clásica del poder de la palabra; por otro, sus narraciones revelan con una sabiduría generosa el entramado sorprendente de algunos acontecimientos históricos de Occidente y de Oriente, el sentido más humano posible de las parábolas bíblicas y el secreto insustituible de las representaciones griegas.
Todo parece antiguo en estas narraciones o, incluso, atemporal, como la historia del fauno Marsias, una versión pánica de Orfeo; pero la lúcida imaginación de Verónica Murguía nos guarda para el final de cada una de ellas una sorpresa vital que sólo la lectura puede hacernos vivir: todos los acontecimientos y todos los mitos son siempre nuestra historia y nuestro principio. La antigüedad se vuelve en sus manos, y en nuestros ojos un presente inquietante e imposible de olvidar.
Si, como decía César Vallejo, ?el arte descubre caminos, nunca metas?, no es ningún azar que El ángel de Nicolás, este libro hermoso y singular, comience en busca del idioma del Paraíso y termine con el cuerpo desollado del primero de los artistas flotando en ese eterno río donde nunca nos introduciremos dos veces.
Jorge Aguilar Mora